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Por Alfonso
Durazo - El Universal
Julio 5 de 2004
Lic. Vicente Fox Quesada
Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos
Presente
Después de superar uno de
los mayores dilemas éticos de mi vida, sobre los términos
en los que debo interpretar la lealtad con mi jefe, mis convicciones
políticas y mi país, me permito presentar a usted
mi renuncia al puesto de Secretario Particular con fecha 5 de julio
próximo. Le solicito que dicha renuncia pudiera surtir efectos
administrativos inmediatos en el entendido de que estaré
atento de tiempo completo para dar paso oportuno al nombramiento
de mi sucesor y concluir debidamente el proceso administrativo de
entrega recepción.
Le comunico esta decisión
con ánimo sereno, sin fatiga, pero con realismo. Todo tiene
un límite y esta etapa ha llegado a su fin. No llegué
a este proyecto por casualidad ni quiero quedarme por inercia. Tengo
una visión diferente para entender los acontecimientos, y
mi razonamiento está cada vez más fuerte de toda lógica
al interior de Los Pinos. En consecuencia, no entiendo ni comparto
muchas decisiones, y resultaría desleal oponerme o incongruente
si las apoyase sin estar de acuerdo con ellas. En esas circunstancias,
prefiero reconocer la realidad que recurrir a la mediocridad para
sobrevivir. Ése es el hecho que me mueve en primer lugar
para tomar esta decisión, que he retrasado tanto como he
podido con el propósito de sustraerla de un ánimo
de coyuntura.
Sé que con frecuencia se
interpretan con demasiada simplicidad las motivaciones de quienes
nos dedicamos a la política; sin embargo, me mueve una convicción
para la que no es estímulo la expectativa de un cargo. He
vivido altas y bajas en mi vida pública, que me han enseñado
que a veces hay que saber irse a casa con dignidad.
Todo en la vida es una lección,
y esta experiencia ha sido una incursión en la historia;
una oportunidad para observarla de cerca y complementar mi visión
con el antes y el después de la alternancia.
Como hombre de vocación constructiva que soy, esta renuncia
no me convertirá en un francotirador temerario una vez fuera
del equipo, mucho menos en un incidente. Me voy sin motivos de reproche
para el Gobierno y sin espacio para la descortesía con ninguno
de sus miembros. Al contrario, conservaré razones de gratitud
y reconocimiento para todos, particularmente para usted, convencido
de su estilo político noble y su espíritu generoso;
de la sinceridad y la buena fe que definen sus valores básicos.
Comprometido con los valores de
un político, formado para servir al Estado, me conduje en
la Secretaría Particular con una visión libre de sectarismos,
me esforcé en distinguir siempre entre una relación
personal y una responsabilidad institucional. Trabajé por
igual con quienes tengo coincidencias de diferencias políticas
o ideológicas, y jamás mal aproveché la oportunidad
de acercarme al oído presidencial para intrigar.
Desde que me incorporé a
su equipo de trabajo, me propuse ser un hombre del Presidente, me
desempeñé sin agenda personal, y con neutralidad frente
a todo tipo de interés. Traté de estar siempre por
encima de la contingencia política; también por encima
de la búsqueda del incentivo individual. Así lo hizo
también mi equipo, cuyo talento me estimuló profundamente.
Por ello, mi agradecimiento para aquellos que formaron filas en
ese equipo capaz, leal e institucional que me acompañó
durante estos casi 4 años. Mi agradecimiento también
para todos aquellos que hicieron posible un mejor cumplimiento de
mi responsabilidad, particularmente desde los medios de comunicación.
Le pido me permita aprovechar la
ocasión para reiterar a usted algunas reflexiones. Dada la
complejidad de los temas, le solicito me permita abordarlos sin
abstracciones:
Valoro como una oportunidad histórica
haber dado mi contribución política a la causa de
la alternancia, episodio insigne del México contemporáneo,
sin embargo, no puedo ocultar ahora mi percepción de que
el poder nos ha alejado recientemente de los valores, principios,
y compromisos que la impulsaron. Es mi convicción que en
los intereses políticos de coyuntura, hemos extraviado el
objetivo inicial de aquel proyecto político "basado
en el espíritu plural e incluyente que debe guiar todo proceso
de cambio". Sintetizado con toda claridad en su discurso de
toma de posesión.
Decíamos entonces que el
reto esencial del proceso de cambio actual era ejercer el poder
público y jugar en la arena política bajo el paradigma
de una nueva ética pública. En consecuencia, no podíamos
seguir viendo el poder como un fin en sí mismo ni asumir
la línea ética de que el fin justificaba los medios.
La alternancia rompió el
molde de esa vieja cultura política. No lo reconstruyamos,
particularmente, en la conducción del proceso de sucesión
presidencial. El ciudadano rechaza instintivamente aquellos viejos
modos políticos y reclama las reglas de un juego limpio.
Por ello es rechazable la eventual participación del Gobierno
en el proceso de sucesión, porque va a contrapelo de la ética
del cambio. Pretender decidir desde el Gobierno quién será
el próximo Presidente, como quien no debe ser el próximo
Presidente fue el pecado original del viejo régimen.
Haciendo abstracción de que
el desenfreno de dicho proceso ha operado en contra de una mayor
eficacia política del Gobierno, me centro en mi convicción
de que en el tema de la sucesión presidencial, el Gobierno
está actuando más bajo la lógica histórica
del viejo sistema, que la lógica de una etapa de transición.
Ello explica muchas de las tensiones que conocemos en el país,
que amenazan a veces con hacerlo estallar.
No comparto una visión apocalíptica
del presente, sin embargo, es un error minimizar la complejidad
de las circunstancias. Debemos de asumir que este es un momento
difícil para el país, y que, de seguir como vamos,
son previsibles tiempos políticamente aún más
complejos. No me alarma la intensidad del debate, sino la confrontación
política. Se percibe un ambiente de confusión y tensión
crecientes en el que todas las facciones políticas tocan
tambores de guerra. Ello nos ha llevado a una especie de agotamiento
colectivo; a un ¡ya basta!
Nada en principio podrá opacar
el mérito histórico de haber culminado exitosamente
la lucha por la alternancia. Hay, además, muchos logros irrefutables
del Gobierno, y es legítimo sentirse satisfecho de ellos;
no obstante, es imprescindible ver la realidad de una forma más
objetiva. La ola de esperanza derivada del cambio ya está
de regreso. Incertidumbre ante el futuro es hoy el sentir ciudadano.
Ciertamente, no podrá hacerse
una evaluación completa sobre el desempeño de este
Gobierno, sino con una perspectiva histórica, sin embargo,
entre la algarabía de reproches y señalamiento de
todos contra todos, se despeja todavía con mayor claridad
la incógnita sobre cómo será su fin.
Sé que el entusiasmo y la
preocupación han alternado siempre en el ánimo social
de todo proceso de transición, sin embargo, es necesario
restituir tranquilidad al ambiente político; cerrar el capítulo
de la confrontación, para evitar que las instituciones se
contaminen en el conflicto político a niveles que resulten
irreversibles. Más grave aún, si asumimos que este
proceso de descomposición política que estamos viviendo
se atribuye cada vez más a los tiempos de democracia que
hoy conoce el país.
Es imprescindible revertir la percepción
social de que la democracia puede llevarnos a la degeneración
del Estado y que es una de las cosas fundamentales del deterioro
político de nuestras instituciones. El Gobierno no es responsable,
por supuesto, de haber causado todos los conflictos políticos
que hoy conocemos en el país; sí lo es, en cambio,
de evitar que la descomposición política se asiente
entre nosotros como un fenómeno insalvable. En caso contrario,
podríamos terminar por fracturar un ambiente político
ya de por sí enrarecido. No olvidemos lo ocurrido en Argentina.
Fernando de la Rúa llegó a la Presidencia con altísimos
niveles de apoyo social, empero, el paulatino desencuentro con los
principales actores políticos terminó por dar paso
a una crisis inmanejable.
Es mi convicción que el enrarecimiento
del ambiente político nacional está íntimamente
vinculado con el proceso de sucesión. En consecuencia, su
restauración reclama tener muy claro cuál es la responsabilidad
del Estado y del Gobierno en su conducción.
Históricamente, la sucesión presidencial ha sido una
carrera de obstáculos, con mayor razón, ahora en plena
democracia. Debemos asumir que dicho proceso ya no es más
un simple asunto electorero o de popularidad en un tema que tiene
que ver con la estabilidad del Estado y la solidez de sus instituciones.
Por ello, no podemos dar curso a nuestros afectos y desafectos personales
en su conducción.
El peligro principal del proceso de sucesión no está,
pues, en quién llegue a la Presidencia de la República,
sino en cómo llegue. Si no hay legalidad, equidad, democracia
y arbitraje presidencial imparcial, la disputa electoral del 2006
podría llegar a convertirse en una repetición de las
viejas y nocivas rondas de desconfianza sobre los resultados electorales.
Y que las elecciones no se resuelven en las urnas, se van a resolver
en las calles.
Muchos mexicanos que luchamos por
darle un vuelco a la historia para vivir en democracia, no nos resignaríamos
a que la democracia sea una experiencia frustrada. Vemos en este
sentido que la contienda electoral del 2006 constituirá la
prueba de fuego de la nueva era democrática de nuestro país,
y que si no es conducida con apego a los valores y principios de
la democracia, la alternancia podría quedar como un mero
accidente de nuestra vida política. Ante esa eventualidad,
el juicio de la historia sobre este Gobierno será implacable.
En una sociedad democrática,
el Gobierno es un instrumento del Estado, en consecuencia, no trabaja
para ganar elecciones ni su función es la de agente electoral
de partido o aspirante alguno. El Gobierno debe reafirmar en esta
hora su carácter de representación del Estado mexicano,
es decir, el conjunto de la Nación para asegurar que el impulso
democrático derivado de la alternancia sobreviva al arribo
de cualquiera de los contendientes que los mexicanos hayamos decidido
votar mayoritariamente en las urnas. Todo objetivo reclama un Presidente
de la República neutral respecto al proceso de sucesión;
sin embargo, hoy no se le acepta como un árbitro político
imparcial, porque se asume que es parte interesada en la contienda,
circunstancia que se usa como razón o pretexto para justificar
la baja institucionalidad de otros actores políticos que
se resisten a la legalidad.
Por el bien del país, el
Presidente de la República no puede tener proyecto político
después de gobernar. El Presidente debe salirse del campo
del juego, y tomar el silbato del árbitro; debe desplazarse
complementariamente hacia su conducción de Jefe de Estado,
y asumir el rol de conciliador que corresponde a tal condición;
debe ser una voz unificadora y motivadora capaz de rehacer del consenso
nacional, que actúa no sólo en un marco de legalidad,
sino de ética política.
En ese contexto, no puedo hacer
abstracción de las implicaciones de la incursión de
la Primera Dama en el inventario de eventuales aspirantes a la candidatura
presidencial de Acción Nacional.
Valoro que si bien hay condiciones
para lograr la continuidad del PAN como partido en el poder, no
existen en cambio, condiciones propicias para la candidatura presidencial
de la Primera Dama. Ciertamente el país ha avanzado políticamente;
tanto, que está preparado para que una mujer llegue a la
Presidencia de la República, sin embargo, no está
preparado para que el Presidente deje a su esposa de presidenta.
Obsesionado con su popularidad, no percibimos las eventuales consecuencias.
De ese coqueteo político derivan muchos de los desencuentros
que hoy conoce el país. De hecho, las reacciones más
agudas contra el Gobierno están conectadas con lo que muchos
consideran una actitud permisiva del Presidente a las eventuales
aspiraciones presidenciales de su esposa, cuyos apoyos al titular
del Ejecutivo vulneran contradictoriamente su autoridad.
La equidad es una condición
de los sistemas democráticos que, evidentemente en este caso,
no quedaría satisfecha. No obstante la gravedad del señalamiento,
ese no sería un problema mayor: por razones históricas
es nula la tolerancia de los mexicanos a tentaciones dinásticas.
Por tanto, no me sorprendería que las reacciones llegaran,
incluso a la violencia política. Diría algo más:
sus eventuales aspiraciones presidenciales pueden tener posibilidades
políticas, pero no tienen ninguna posibilidad ética.
En consecuencia, no es sensato sucumbir
a los embates mediáticos que engrandecen, fundamentan o no
su imagen personal. Tampoco lo es ser condescendiente con tales
aspiraciones cuando ese hecho plantea un serio riesgo para el orden
del proceso de sucesión.
En ese contexto, veo imprescindible redefinir el rol presidencial
en el proceso de sucesión, antes de que los niveles de confrontación
política terminen por rebasar nuestra capacidad para procesarlos
institucionalmente. En caso contrario, podemos llegar sumamente
descompuestos al 2006. El país no lo merece.
Coincido en que a los mexicanos
nos urge poner fin a las impunidades de todo tipo; en que hay que
enfrentar tenazmente a las fuerzas e intereses que pretenden atarnos
a las inercias y prácticas del pasado, sin embargo, no todo
lo que está bien es conveniente; no en este momento al menos.
Es necesario ver los rostros ocultos de la dinámica de confrontación
que estamos viviendo y la apertura de frentes.
No es posible abordar todos los
pendientes históricos y mucho menos al mismo tiempo. Hay
iniciativas que no obstante su validez, violentan coyunturalmente
todos los esfuerzos de coordinación y acuerdo político,
y nos llevan a perder como país, lo más por lo menos.
Además, no todos creen que atrás de todo este espectáculo
jurídico-político que estamos padeciendo, la situación
es moralmente trasparente.
Hoy lo primero que debemos hacer
todos es bajar las armas; aflojar la cuerda del arco e impulsar
un ambiente político más ordenado. En ello, por su
naturaleza y fines, el Gobierno está obligado a ser mano.
Si bien la opinión pública no simpatiza con una Oposición
con vocación permanente por la confrontación, tampoco
lo hace con un Ejecutivo beligerante.
Por ejemplo, es prácticamente
imposible ser exitoso en una estrategia de confrontar al Congreso,
cuando está viviendo con autenticidad, por primera vez en
la historia, la separación de poderes. Es necesario aceptar
que la posibilidad de sacar adelante una iniciativa en un Congreso
sin mayoría, radica más en la política que
en la correlación de fuerzas. Cuando la correlación
de fuerzas es adversa, más que el cálculo numérico,
todo queda sujeto a la capacidad de negociación y maniobra
política.
No obstante los desencuentros políticos,
aún más precisamente por los desencuentros políticos,
es necesario refrendar nuestra fe en la política. Los conflictos
que estamos viviendo en el país, no desacreditan a la política,
tan sólo nos señalan que hay que hacer mejor política.
Ello obliga a desafiar a los adversarios con honestidad para meternos
en la lógica de la confianza, porque en política,
sin confianza nada es posible. Por ello, no obstante que hasta hoy
no ha sido del todo eficaz, debemos seguir insistiendo en la vía
del diálogo, la negociación para reconstruir las relaciones
políticas y a partir de ellas un puente de aquí al
2006. Sin él, el país no podrá avanzar.
En el contexto de estas reflexiones,
me resulta también obligado abordar el tema de la necesidad
de despejar dudas sobre el liderazgo presidencial. Nuestra cultura
reclama una Presidencia fuerte, sin embargo, no se trata de plantear
la restauración de las viejas atribuciones presidenciales
de carácter meta constitucional. Desde mi punto de vista,
este reto inicia por asumir que el poder presidencial es constitucionalmente
indivisible y, en consecuencia, acabar con la idea cada vez más
generalizada de que el poder presidencial se ejerce en pareja.
En la misma línea, debo decir
que es un error confundir la permisividad con la gobernabilidad
democrática. La democracia también tiene reglas y
se percibe claramente que se están vulnerando. Tenemos que
proyectar la idea de que la fuerza es legítima del Estado,
existe y que la sabemos usar.
Tenemos, también, que dar
la impresión de mayor mando, coordinación y disciplina
en el Gobierno. Con frecuencia se nos señala que hay un equipo
desalineado, con colaboradores cantando fuera del coro; que muchos
procesos están organizacionalmente rotos, y que son las reglas
del azar las que construyen las coincidencias al interior del Gobierno.
Esa falta de coordinación ha terminado por confrontar a varios
de los miembros del Gabinete por encima de sus relaciones personales.
Ello hace imprescindible replantearse la concepción casi
autónoma de las dependencias.
Tenemos que entender de otro modo
la comunicación social del Gobierno. Parto en el tema de
una autocrítica básica: es un clamor en susurros que
la comunicación social gubernamental ha estado históricamente
mal manejada, y que nos está derrotando a todos. Asumo sin
regateos la cuota de responsabilidad que me corresponde en el progresivo
deterioro de la imagen de la que hoy goza el Gobierno, no obstante,
que no fueron cumplidos ninguna de las 10 condiciones inherentes
a la eficacia del área de comunicación social, aprobadas
por usted antes de mi nombramiento.
Es necesario cerrar el juego de
vencidas, con la popularidad diaria para superar la visión
corto placista en la que nos estamos moviendo. Para comenzar, si
queremos más comprensión de los medios, tenemos que
darles más y mejores explicaciones; explicar no sólo
lo que queremos sino por qué lo queremos. Debemos cancelar
ese sistema de señales tan complaciente que nos ha llevado
con demasiada frecuencia a sobredimensionar los logros del Gobierno
con la consecuente erosión de su credibilidad. Ciertamente,
si la comunicación funciona, no necesariamente funciona todo
lo demás.
Como ha podido ver, en este documento
hay muy poco que no haya compartido con usted en algún otro
momento de mi estancia en la Secretaría Particular. Dejo
de nuevo en sus manos estas reflexiones que es cada vez más
difícil expresar, sobre todo por los riesgos de las interpretaciones
sesgadas o simplificadas, en las que una opinión diferente
se considera una deslealtad o bien un desafío a la autoridad.
Parto de la convicción de que la lealtad no está en
la coincidencia, sino en la honestidad; también de la experiencia
que nos dice que siempre se ha podido confiar más en quien
expresa abiertamente sus diferencias que en quien las calla.
He tomado, por razones obvias, los
ejemplos que muestran las contradicciones extremas en nuestras visiones.
No pretendo señalar que la suya pudiese estar equivocada.
Entiendo que el Gobierno no tiene por qué conducirse bajo
mi visión, sin embargo, la diferencia tan profunda entre
ellas me lleva a un nivel de contradicción tal que agota
mis posibilidades de continuar aportando desde la Secretaría
Particular.
Dada la nobleza que lo caracteriza,
entiendo la reacción que estas reflexiones pueden generar
en usted, sin embargo, no pretendo que este texto se constituya
en un acto de irreverencia, sino de reflexión sincera al
que me obliga un elemental sentido de congruencia. Lo hago con la
intención de llamar su atención de la manera más
honesta y dramática que me es posible en estos temas; lo
hago también, en cumplimiento del compromiso que hice con
usted cuando asumí la Secretaría Particular. Le dije
entonces que, por razones de principios, estaría con lealtad
plena al servicio de su causa, pero que lo haría con una
lealtad crítica, es decir, honesta. No quiero faltar a ese
compromiso.
Convencido de que no hay causa ni
principios, reafirmo mis fidelidades esenciales con los valores
políticos que impulsaron la alternancia. Frente a la decisión
que hoy le comunico, reafirmo sin ambigüedades mi compromiso
con el éxito del proceso de cambio y la consolidación
del avance democrático de nuestro país.
Los
textos vertidos en este espacio se reproducen de manera textual, son
únicamente de referencia y no necesariamente reflejan la opinión
de los editores, ni de la institución a la que pertenece esta
publicación. |