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Por Noam
Chomsky- ArgosIs Internacional
Julio 3 de 2004
El material publicado
es una conferencia de Noam Chomsky donde describe con precisión
las bases fundacionales de la falsa democracia representativa.
El papel de los medios de comunicación
en la política contemporánea nos obliga a preguntar
por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y
qué modelo de democracia queremos para esta sociedad. Permítaseme
empezar contraponiendo dos conceptos distintos de democracia. Uno
es el que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática,
por un lado, la gente tiene a su alcance los recursos para participar
de manera significativa en la gestión de sus asuntos particulares,
y, por otro, los medios de información son libres e imparciales.
Si se busca la palabra democracia en el diccionario se encuentra
una definición bastante parecida a lo que acabo de formular.
Una idea alternativa de democracia es la de que
no debe permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos,
a la vez que los medios de información deben estar fuerte
y rígidamente controlados. Quizás esto suene como
una concepción anticuada de democracia, pero es importante
entender que, en todo caso, es la idea predominante. De hecho lo
ha sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica
sino incluso en el plano teórico. No olvidemos además
que tenemos una larga historia, que se remonta a las revoluciones
democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que
en su mayor parte expresa este punto de vista. En cualquier caso
voy a ceñirme simplemente al período moderno y acerca
de la forma en que se desarrolla la noción de democracia,
y sobre el modo y el porqué el problema de los medios de
comunicación y la desinformación se ubican en este
contexto.
Primeros apuntes históricos de la propaganda
Empecemos con la primera operación moderna
de propaganda llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo
el mandato de Woodrow Wilson. Este fue elegido presidente en 1916
como líder de la plataforma electoral Paz sin victoria, cuando
se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra Mundial. La población
era muy pacifista y no veía ninguna razón para involucrarse
en una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson
había decidido que el país tomaría parte en
el conflicto. Había por tanto que hacer algo para inducir
en la sociedad la idea de la obligación de participar en
la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental,
conocida con el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses,
logró convertir una población pacífica en otra
histérica y belicista que quería ir a la guerra y
destruir todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos
los alemanes, y salvar así al mundo. Se alcanzó un
éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía:
precisamente en aquella época y después de la guerra
se utilizaron las mismas técnicas para avivar lo que se conocía
como Miedo rojo. Ello permitió la destrucción de sindicatos
y la eliminación de problemas tan peligrosos como la libertad
de prensa o de pensamiento político. El poder financiero
y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y prestaron
un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron
todo tipo de provechos.
Entre los que participaron activa y entusiastamente
en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente
del círculo de John Dewey Estos se mostraban muy orgullosos,
como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber
demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes
de la comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer
a una población reticente de que había que ir a una
guerra mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un
fanatismo patriotero. Los medios utilizados fueron muy amplios.
Por ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente
cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños
belgas con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles
que todavía se pueden leer en los libros de historia, buena
parte de lo cual fue inventado por el Ministerio británico
de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento
?tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas? era el
de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión
clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más
inteligentes de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían
la propaganda que estaba siendo elaborada y llevarían al
pacífico país a la histeria propia de los tiempos
de guerra. Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba
algo importante: cuando la propaganda que dimana del estado recibe
el apoyo de las clases de un nivel cultural elevado y no se permite
ninguna desviación en su contenido, el efecto puede ser enorme.
Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos
otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.
La democracia del espectador
Otro grupo que quedó directamente marcado
por estos éxitos fue el formado por teóricos liberales
y figuras destacadas de los medios de comunicación, como
Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas americanos,
un importante analista político ?tanto de asuntos domésticos
como internacionales? así como un extraordinario teórico
de la democracia liberal. Si se echa un vistazo a sus ensayos, se
observará que están subtitulados con algo así
como: Una teoría progresista sobre el pensamiento democrático
liberal. Lippmann estuvo vinculado a estas comisiones de propaganda
y admitió los logros alcanzados, al tiempo que sostenía
que lo que él llamaba revolución en el arte de la
democracia podía utilizarse para fabricar consenso, es decir,
para producir en la población, mediante las nuevas técnicas
de propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado.
También pensaba que ello era no solo una buena idea sino
también necesaria, debido a que, tal como él mismo
afirmó, los intereses comunes esquivan totalmente a la opinión
pública y solo una clase especializada de hombres responsables
lo bastante inteligentes puede comprenderlos y resolver los problemas
que de ellos se derivan. Esta teoría sostiene que solo una
élite reducida ?la comunidad intelectual de que hablaban
los seguidores de Dewey? puede entender cuáles son aquellos
intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así
como el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general.
En realidad, este enfoque se remonta a cientos de años atrás,
es también un planteamiento típicamente leninista,
de modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia
de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones
populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para
conducir después a las masas estúpidas a un futuro
en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar
y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría
democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran
muy cerca en sus supuestos ideológicos. En mi opinión,
esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo
del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de
una posición a otra sin experimentar ninguna sensación
específica de cambio. Solo es cuestión de ver dónde
está el poder. Es posible que haya una revolución
popular que nos lleve a todos a asumir el poder del Estado; o quizás
no la haya, en cuyo caso simplemente apoyaremos a los que detentan
el poder real: la comunidad de las finanzas. Pero estaremos haciendo
lo mismo: conducir a las masas estúpidas hacia un mundo en
el que van a ser incapaces de comprender nada por sí mismas.
Lippmann respaldó todo esto con una teoría
bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según
la cual en una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas
clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen
algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno
y la administración. Es la clase especializada, formada por
personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen
los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos
y políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño
de la población total. Por supuesto, todo aquel que ponga
en circulación las ideas citadas es parte de este grupo selecto,
en el cual se habla primordialmente acerca de qué hacer con
aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo
la mayoría de la población, constituyen lo que Lippmann
llamaba el rebaño desconcertado: hemos de protegernos de
este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así
pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase
especializada, los hombres responsables, ejercen la función
ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden y planifican
los intereses comunes; por otro, el rebaño desconcertado
también con una función en la democracia, que, según
Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de miembros participantes
de forma activa. Pero, dado que estamos hablando de una democracia,
estos últimos llevan a término algo más que
una función: de vez en cuando gozan del favor de liberarse
de ciertas cargas en la persona de algún miembro de la clase
especializada; en otras palabras, se les permite decir queremos
que seas nuestro líder, o, mejor, queremos que tú
seas nuestro líder, y todo ello porque estamos en una democracia
y no en un estado totalitario. Pero una vez se han liberado de su
carga y traspasado esta a algún miembro de la clase especializada,
se espera de ellos que se apoltronen y se conviertan en espectadores
de la acción, no en participantes. Esto es lo que ocurre
en una democracia que funciona como Dios manda.
Y la verdad es que hay una lógica detrás
de todo eso. Hay incluso un principio moral del todo convincente:
la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender
las cosas. Si los individuos trataran de participar en la gestión
de los asuntos que les afectan o interesan, lo único que
harían sería solo provocar líos, por lo que
resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay
que domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que
brame y pisotee y destruya las cosas, lo cual viene a encerrar la
misma lógica que dice que sería incorrecto dejar que
un niño de tres años cruzara solo la calle. No damos
a los niños de tres años este tipo de libertad porque
partimos de la base de que no saben cómo utilizarla. Por
lo mismo, no se da ninguna facilidad para que los individuos del
rebaño desconcertado participen en la acción; solo
causarían problemas.
Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar
al rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución
en el arte de la democracia: la fabricación del consenso.
Los medios de comunicación, las escuelas y la cultura popular
tienen que estar divididos. La clase política y los responsables
de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable
de realidad, aunque también tengan que inculcar las opiniones
adecuadas. Aquí la premisa no declarada de forma explícita
?e incluso los hombres responsables tienen que darse cuenta de esto
ellos solos? tiene que ver con la cuestión de cómo
se llega a obtener la autoridad para tomar decisiones. Por supuesto,
la forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el poder
real, que no es otra que los dueños de la sociedad, es decir,
un grupo bastante reducido. Si los miembros de la clase especializada
pueden venir y decir: Puedo ser útil a sus intereses, entonces
pasan a formar parte del grupo ejecutivo. Y hay que quedarse callado
y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo posible para
que penetren en ellos las creencias y doctrinas que servirán
a los intereses de los dueños de la sociedad, de modo que,
a menos que puedan ejercer con maestría esta autoformación,
no formarán parte de la clase especializada. Así,
tenemos un sistema educacional, de carácter privado, dirigido
a los hombres responsables, a la clase especializada, que han de
ser adoctrinados en profundidad acerca de los valores e intereses
del poder real, y del nexo corporativo que este mantiene con el
Estado y lo que ello representa. Si pueden conseguirlo, podrán
pasar a formar parte de la clase especializada. Al resto del rebaño
desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer
que dirija su atención a cualquier otra cosa. Que nadie se
meta en líos. Habrá que asegurarse que permanecen
todos en su función de espectadores de la acción,
liberando su carga de vez en cuando en algún que otro líder
de entre los que tienen a su disposición para elegir.
Muchos otros han desarrollado este punto de vista,
que, de hecho, es bastante convencional. Por ejemplo, él
destacado teólogo y crítico de política internacional
Reinold Niebuhr, conocido a veces como el teólogo del sistema,
gurú de George Kennan y de los intelectuales de Kennedy,
afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad,
al alcance de muy pocos: solo algunos la poseen, mientras que la
mayoría de la gente se guía por las emociones y los
impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen
que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde
el punto de vista emocional, con objeto de que los bobalicones ingenuos
vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido
en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea.
En la década de los años veinte y principios de la
de los treinta, Harold Lasswell, fundador del moderno sector de
las comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos
más destacados, explicaba que no deberíamos sucumbir
a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los hombres
son los mejores jueces de sus intereses particulares. Porque no
lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los
intereses y asuntos públicos, por lo que, precisamente a
partir de la moralidad más común, somos nosotros los
que tenemos que asegurarnos que ellos no van a gozar de la oportunidad
de actuar basándose en sus juicios erróneos. En lo
que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo
anterior resulta fácil. Es cuestión simplemente de
blandir una porra sobre las cabezas de los individuos, y, si se
apartan del camino trazado, golpearles sin piedad. Pero si la sociedad
ha acabado siendo más libre y democrática, se pierde
aquella capacidad, por lo que hay que dirigir la atención
a las técnicas de propaganda. La lógica es clara y
sencilla: la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra
al estado totalitario. Ello resulta acertado y conveniente dado
que, de nuevo, los intereses públicos escapan a la capacidad
de comprensión del rebaño desconcertado.
Relaciones públicas
Los Estados Unidos crearon los cimientos de la
industria de las relaciones públicas. Tal como decían
sus líderes, su compromiso consistía en controlar
la opinión pública. Dado que aprendieron mucho de
los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo,
y de las secuelas dejadas por ambos, las relaciones públicas
experimentaron, a lo largo de la década de 1920, una enorme
expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora
de conseguir una subordinación total de la gente a las directrices
procedentes del mundo empresarial a lo largo de la década
de 1920. La situación llegó a tal extremo que en la
década siguiente los comités del Congreso empezaron
a investigar el fenómeno. De estas pesquisas proviene buena
parte de la información de que hoy día disponemos.
Las relaciones públicas constituyen una
industria inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades que oscilan
en torno a un billón de dólares al año, y desde
siempre su cometido ha sido el de controlar la opinión pública,
que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones. Tal
como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década
de 1930 surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión
unida a una cada vez más numerosa clase obrera en proceso
de organización. En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los
trabajadores consiguieron su primera gran victoria legislativa,
a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro
que planteaba dos graves problemas. En primer lugar, la democracia
estaba funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado
estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y no era
ese el modo en que se suponía que tenían que ir las
cosas; el otro problema eran las posibilidades cada vez mayores
del pueblo para organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados,
segregados y solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque
en ese caso podrían convertirse en algo más que simples
espectadores pasivos.
Efectivamente, si hubiera muchos individuos de
recursos limitados que se agruparan para intervenir en el ruedo
político, podrían, de hecho, pasar a asumir el papel
de participantes activos, lo cual sí sería una verdadera
amenaza. Por ello, el poder empresarial tuvo una reacción
contundente para asegurarse de que esa había sido la última
victoria legislativa de las organizaciones obreras, y de que representaría
también el principio del fin de esta desviación democrática
de las organizaciones populares. Y funcionó. Fue la última
victoria de los trabajadores en el terreno parlamentario, y, a partir
de ese momento ?aunque el número de afiliados a los sindicatos
se incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada
la cual empezó a bajar? la capacidad de actuar por la vía
sindical fue cada vez menor. Y no por casualidad, ya que estamos
hablando de la comunidad empresarial, que está gastando enormes
sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el tiempo y esfuerzo
necesarios, en cómo afrontar y resolver estos problemas a
través de la industria de las relaciones públicas
y otras organizaciones, como la National Association of Manufacturers
(Asociación nacional de fabricantes), la Business Roundtable
(Mesa redonda de la actividad empresarial), etcétera. Y su
principio es reaccionar en todo momento de forma inmediata para
encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones democráticas.
La primera prueba se produjo un año más
tarde, en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del
acero en Johnstown, al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron
a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones
obreras, que resultó ser muy eficaz. Y sin matones a sueldo
que sembraran el terror entre los trabajadores, algo que ya no resultaba
muy práctico, sino por medio de instrumentos más sutiles
y eficientes de propaganda. La cuestión estribaba en la idea
de que había que enfrentar a la gente contra los huelguistas,
por los medios que fuera. Se presentó a estos como destructivos
y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios a
los intereses comunes, que eran los nuestros, los del empresario,
el trabajador o el ama de casa, es decir, todos nosotros. Queremos
estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de
ser americanos, y trabajar juntos. Pero resulta que estos huelguistas
malvados de ahí afuera son subversivos, arman jaleo, rompen
la armonía y atentan contra el orgullo de América,
y hemos de pararles los pies. El ejecutivo de una empresa y el chico
que limpia los suelos tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar
todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con
simpatía y cariño los unos por los otros. Este era,
en esencia, el mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para hacerlo
público; después de todo, estamos hablando del poder
financiero y empresarial, es decir, el que controla los medios de
información y dispone de recursos a gran escala, por lo cual
funcionó, y de manera muy eficaz. Más adelante este
método se conoció como la fórmula Mohawk VaIley,
aunque se le denominaba también: método científico
para impedir huelgas. Se aplicó una y otra vez para romper
huelgas, y daba muy buenos resultados cuando se trataba de movilizar
a la opinión pública a favor de conceptos vacíos
de contenido, como el orgullo de ser americano. ¿Quién
puede estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién
puede estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico,
apoyad a nuestras tropas. ¿Quién podía estar
en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que esté
en contra? Sólo alguien completamente necio.
De hecho, ¿qué pasa si alguien le
pregunta si da usted su apoyo a la gente de Iowa? Se puede contestar
diciendo Sí, le doy mi apoyo, o No, no la apoyo. Pero ni
siquiera es una pregunta: no significa nada. Esta es la cuestión.
La clave de los eslóganes de las relaciones públicas
como ?Apoyad a nuestras tropas? es que no significan nada, o, como
mucho, lo mismo que apoyar a los habitantes de Iowa. Pero, por supuesto
había una cuestión importante que se podía
haber resuelto haciendo la pregunta: ¿Apoya usted nuestra
política? Pero, claro, no se trata de que la gente se plantee
cosas como esta. Esto es lo único que importa en la buena
propaganda. Se trata de crear un eslogan que no pueda recibir ninguna
oposición, bien al contrario, que todo el mundo esté
a favor. Nadie sabe lo que significa porque no significa nada, y
su importancia decisiva estriba en que distrae la atención
de la gente respecto de preguntas que sí significan algo:
¿Apoya usted nuestra política? Pero sobre esto no
se puede hablar. Así que tenemos a todo el mundo discutiendo
sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles.
Por tanto, ellos han ganado. Es como lo del orgullo americano y
la armonía. Estamos todos juntos, en torno a eslóganes
vacíos, tomemos parte en ellos y asegurémonos de que
no habrá gente mala en nuestro alrededor que destruya nuestra
paz social con sus discursos acerca de la lucha de clases, los derechos
civiles y todo este tipo de cosas.
Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente.
Desde luego consiste en algo razonado y elaborado con sumo cuidado:
la gente que se dedica a las relaciones públicas no está
ahí para divertirse; está haciendo un trabajo, es
decir, intentando inculcar los valores correctos. De hecho, tienen
una idea de lo que debería ser la democracia: un sistema
en el que la clase especializada está entrenada para trabajar
al servicio de los amos, de los dueños de la sociedad, mientras
que al resto de la población se le priva de toda forma de
organización para evitar así los problemas que pudiera
causar. La mayoría de los individuos tendrían que
sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje,
que no es otro que el que dice que lo único que tiene valor
en la vida es poder consumir cada vez más y mejor y vivir
igual que esta familia de clase media que aparece en la pantalla
y exhibir valores como la armonía y el orgullo americano.
La vida consiste en esto. Puede que usted piense que ha de haber
algo más, pero en el momento en que se da cuenta que está
solo, viendo la televisión, da por sentado que esto es todo
lo que existe ahí afuera, y que es una locura pensar en que
haya otra cosa. Y desde el momento en que está prohibido
organizarse, lo que es totalmente decisivo, nunca se está
en condiciones de averiguar si realmente está uno loco o
simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico
que se puede hacer.
Así pues, este es el ideal, para alcanzar
el cual se han desplegado grandes esfuerzos. Y es evidente que detrás
de él hay una cierta concepción: la de democracia,
tal como ya se ha dicho. El rebaño desconcertado es un problema.
Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que
distraerlo. Será cuestión de conseguir que los sujetos
que lo forman se queden en casa viendo partidos de fútbol,
culebrones o películas violentas, aunque de vez en cuando
se les saque del sopor y se les convoque a corear eslóganes
sin sentido, como Apoyad a. nuestras tropas. Hay que hacer que conserven
un miedo permanente, porque a menos que estén debidamente
atemorizados por todos los posibles males que pueden destruirles,
desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por
sí mismos, lo cual es muy peligroso ya que no tienen la capacidad
de hacerlo. Por ello es importante distraerles y marginarles.
Esta es una idea de democracia. De hecho, si nos
re montamos al pasado, la última victoria legal de los trabajadores
fue realmente en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el
inicio de la Primera Guerra Mundial, los sindicatos entraron en
un declive, al igual que lo hizo una rica y fértil cultura
obrera vinculada directamente con aquellos. Todo quedó destruido
y nos vimos trasladados a una sociedad dominada de manera singular
por los criterios empresariales. Era esta la única sociedad
industrial, dentro de un sistema capitalista de Estado, en la que
ni siquiera se producía el pacto social habitual que se podía
dar en latitudes comparables. Era la única sociedad industrial
?aparte de Sudáfrica, supongo? que no tenía un servicio
nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún
compromiso para elevar los estándares mínimos de supervivencia
de los segmentos de la población que no podían seguir
las normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí
mismos en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente
no existían, al igual que ocurría con otras formas
de asociación en la esfera popular. No había organizaciones
políticas ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del
ideal, al menos en el plano estructural. Los medios de información
constituían un monopolio corporativizado; todos expresaban
los mismos puntos de vista. Los dos partidos eran dos facciones
del partido del poder financiero y empresarial. Y así la
mayor parte de la población ni tan solo se molestaba en ir
a votar ya que ello carecía totalmente de sentido, quedando,
por ello, debidamente marginada. Al menos este era el objetivo.
La verdad es que el personaje más destacado de la industria
de las relaciones públicas, Edward Bernays, procedía
de la Comisión Creel. Formó parte de ella, aprendió
bien la lección y se puso manos a la obra a desarrollar lo
que él mismo llamó la ingeniería del consenso,
que describió como la esencia de la democracia.
Los individuos capaces de fabricar consenso son
los que tienen los recursos y el poder de hacerlo ?la comunidad
financiera y empresarial? y para ellos trabajamos.
Fabricación de la opinión
También es necesario recabar el apoyo de
la población a las aventuras exteriores. Normalmente la gente
es pacifista, tal como sucedía durante la Primera Guerra
Mundial, ya que no ve razones que justifiquen la actividad bélica,
la muerte y la tortura. Por ello, para procurarse este apoyo hay
que aplicar ciertos estímulos; y para estimularles hay que
asustarles. El mismo Bernays tenía en su haber un importante
logro a este respecto, ya que fue el encargado de dirigir la campaña
de relaciones públicas de la United Fruit Company en 1954,
cuando los Estados Unidos intervinieron militarmente para derribar
al gobierno democrático-capitalista de Guatemala e instalaron
en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones de la muerte,
que se ha mantenido hasta nuestros días a base de repetidas
infusiones de ayuda norteamericana que tienen por objeto evitar
algo más que desviaciones democráticas vacías
de contenido. En estos casos, es necesario hacer tragar por la fuerza
una y otra vez programas domésticos hacia los que la gente
se muestra contraria, ya que no tiene ningún sentido que
el público esté a favor de programas que le son perjudiciales.
Y esto, también, exige una propaganda amplia y general, que
hemos tenido oportunidad de ver en muchas ocasiones durante los
últimos diez años. Los programas de la era Reagan
eran abrumadoramente impopulares. Los votantes de la victoria arrolladora
de Reagan en 1984 esperaban, en una proporción de tres a
dos, que no se promulgaran las medidas legales anunciadas. Si tomamos
programas concretos, como el gasto en armamento, o la reducción
de recursos en materia de gasto social, etc., prácticamente
todos ellos recibían una oposición frontal por parte
de la gente. Pero en la medida en que se marginaba y apartaba a
los individuos de la cosa pública y estos no encontraban
el modo de organizar y articular sus sentimientos, o incluso de
saber que había otros que compartían dichos sentimientos,
los que decían que preferían el gasto social al gasto
militar ?y lo expresaban en los sondeos, tal como sucedía
de manera generalizada? daban por supuesto que eran los únicos
con tales ideas disparatadas en la cabeza. Nunca habían oído
estas cosas de nadie más, ya que había que suponer
que nadie pensaba así; y si lo había, y era sincero
en las encuestas, era lógico pensar que se trataba de un
bicho raro. Desde el momento en que un individuo no encuentra la
manera de unirse a otros que comparten o refuerzan este parecer
y que le pueden transmitir la ayuda necesaria para articularlo,
acaso llegue a sentir que es alguien excéntrico, una rareza
en un mar de normalidad. De modo que acaba permaneciendo al margen,
sin prestar atención a lo que ocurre, mirando hacia, otro
lado, como por ejemplo la final de Copa.
Así pues, hasta cierto punto se alcanzó
el ideal, aunque nunca de forma completa, ya que hay instituciones
que hasta ahora ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias.
Buena parte de la actividad disidente de los Estados Unidos se producía
en las iglesias por la sencilla razón de que estas existían.
Por ello, cuando había que dar una conferencia de carácter
político en un país europeo era muy probable que se
celebrara en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil
en América ya que, en primer lugar, estos apenas existían
o, en el mejor de los casos, no eran organizaciones políticas.
Pero las iglesias sí existían, de manera que las charlas
y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad
con Centroamérica se originó en su mayor parte en
las iglesias, sobre todo porque existían.
El rebaño desconcertado nunca acaba de estar
debidamente domesticado: es una batalla permanente. En la década
de 1930 surgió otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento.
En los años sesenta apareció una nueva ola de disidencia,
a la cual la clase especializada le puso el nombre de crisis de
la democracia. Se consideraba que la democracia estaba entrando
en una crisis porque amplios segmentos de la población se
estaban organizando de manera activa y estaban intentando participar
en la arena política. El conjunto de élites coincidían
en que había que aplastar el renacimiento democrático
de los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que los
recursos se canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas.
Y aquí hemos de volver a las dos concepciones de democracia
que hemos mencionado en párrafos anteriores. Según
la definición del diccionario, lo anterior constituye un
avance en democracia; según el criterio predominante, es
un problema, una crisis que ha de ser vencida. Había que
obligar a la población a que retrocediera y volviera a la
apatía, la obediencia y la pasividad, que conforman su estado
natural, para lo cual se hicieron grandes esfuerzos, si bien no
funcionó. Afortunadamente, la crisis de la democracia todavía
está vivita y coleando, aunque no ha resultado muy eficaz
a la hora de conseguir un cambio político. Pero, contrariamente
a lo que mucha gente cree, sí ha dado resultados en lo que
se refiere al cambio de la opinión pública.
Después de la década de 1960 se hizo
todo lo posible para que la enfermedad diera marcha atrás.
La verdad es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía
un nombre técnico: el síndrome de Vietnam, término
que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando encuentra
nuevas definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz
habló de él como las inhibiciones enfermizas respecto
al uso de la fuerza militar. Pero resulta que era la mayoría
de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones contra la violencia,
ya que simplemente no entendía por qué había
que ir por el mundo torturando, matando o lanzando bombardeos intensivos.
Como ya supo Goebbels en su día, es muy peligroso que la
población se rinda ante estas inhibiciones enfermizas, ya
que en ese caso habría un límite a las veleidades
aventureras de un país fuera de sus fronteras. Tal como decía
con orgullo el Washington Post durante la histeria colectiva que
se produjo durante la guerra del golfo Pérsico, es necesario
infundir en la gente respeto por los valores marciales. Y eso sí
es importante. Si se quiere tener una sociedad violenta que avale
la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar
los fines de su propia élite doméstica, es necesario
valorar debidamente las virtudes guerreras y no esas inhibiciones
achacosas acerca del uso de la violencia. Esto es el síndrome
de Vietnam: hay que vencerlo.
La representación como realidad
También es preciso falsificar totalmente
la historia. Ello constituye otra manera de vencer esas inhibiciones
enfermizas, para simular que cuando atacamos y destruimos a alguien
lo que estamos haciendo en realidad es proteger y defendernos a
nosotros mismos de los peores monstruos y agresores, y cosas por
el estilo. Desde la guerra del Vietnam se ha realizado un enorme
esfuerzo por reconstruir la historia. Demasiada gente, incluidos
gran número de soldados y muchos jóvenes que estuvieron
involucrados en movimientos por la paz o antibelicistas, comprendía
lo que estaba pasando. Y eso no era bueno. De nuevo había
que poner orden en aquellos malos pensamientos y recuperar alguna
forma de cordura, es decir, la aceptación de que sea lo que
fuere lo que hagamos, ello es noble y correcto. Si bombardeábamos
Vietnam del Sur, se debía a que estábamos defendiendo
el país de alguien, esto es, de los sudvietnamitas, ya que
allí no había nadie más. Es lo que los intelectuales
kenedianos denominaban defensa contra la agresión interna
en Vietnam del Sur, expresión acuñada por Adiai Stevenson,
entre otros. Así pues, era necesario que esta fuera la imagen
oficial e inequívoca; y ha funcionado muy bien, ya que si
se tiene el control absoluto de los medios de comunicación
y el sistema educativo y la intelectualidad son conformistas, puede
surtir efecto cualquier política. Un indicio de ello se puso
de manifiesto en un estudio llevado a cabo en la Universidad de
Massachusetts sobre las diferentes actitudes ante la crisis del
Golfo Pérsico, y que se centraba en las opiniones que se
manifestaban mientras se veía la televisión. Una de
las preguntas de dicho estudio era: ¿Cuantas víctimas
vietnamitas calcula usted que hubo durante la guerra del Vietnam?
La respuesta promedio que se daba era en torno a 100.000, mientras
que las cifras oficiales hablan de dos millones, y las reales probablemente
sean de tres o cuatro millones. Los responsables del estudio formulaban
a continuación una pregunta muy oportuna: ¿Qué
pensaríamos de la cultura política alemana si cuando
se le preguntara a la gente cuantos judíos murieron en el
Holocausto la respuesta fuera unos 300.000? La pregunta quedaba
sin respuesta, pero podemos tratar de encontrarla. ¿Qué
nos dice todo esto sobre nuestra cultura? Pues bastante: es preciso
vencer las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza
militar y a otras desviaciones democráticas. Y en este caso
dio resultados satisfactorios y demostró ser cierto en todos
los terrenos posibles: tanto si elegimos Próximo Oriente,
el terrorismo internacional o Centroamérica. El cuadro del
mundo que se presenta a la gente no tiene la más mínima
relación con la realidad, ya que la verdad sobre cada asunto
queda enterrada bajo montañas de mentiras. Se ha alcanzado
un éxito extraordinario en el sentido de disuadir las amenazas
democráticas, y lo realmente interesante es que ello se ha
producido en condiciones de libertad. No es como en un estado totalitario,
donde todo se hace por la fuerza. Esos logros son un fruto conseguido
sin violar la libertad. Por ello, si queremos entender y conocer
nuestra sociedad, tenemos que pensar en todo esto, en estos hechos
que son importantes para todos aquellos que se interesan y preocupan
por el tipo de sociedad en el que viven.
La cultura disidente
A pesar de todo, la cultura disidente sobrevivió,
y ha experimentado un gran crecimiento desde la década de
los sesenta. Al principio su desarrollo era sumamente lento, ya
que, por ejemplo, no hubo protestas contra la guerra de Indochina
hasta algunos años después de que los Estados Unidos
empezaran a bombardear Vietnam del Sur. En los inicios de su andadura
era un reducido movimiento contestatario, formado en su mayor parte
por estudiantes y jóvenes en general, pero hacia principios
de los setenta ya había cambiado de forma notable. Habían
surgido movimientos populares importantes: los ecologistas, las
feministas, los antinucleares, etcétera. Por otro lado, en
la década de 1980 se produjo una expansión incluso
mayor y que afectó a todos los movimientos de solidaridad,
algo realmente nuevo e importante al menos en la historia de América
y quizás en toda la disidencia mundial. La verdad es que
estos eran movimientos que no sólo protestaban sino que se
implicaban a fondo en las vidas de todos aquellos que sufrían
por alguna razón en cualquier parte del mundo. Y sacaron
tan buenas lecciones de todo ello, que ejercieron un enorme efecto
civilizador sobre las tendencias predominantes en la opinión
pública americana. Y a partir de ahí se marcaron diferencias,
de modo que cualquiera que haya estado involucrado es este tipo
de actividades durante algunos años ha de saberlo perfectamente.
Yo mismo soy consciente de que el tipo de conferencias que doy en
la actualidad en las regiones más reaccionarias del país
?la Georgia central, el Kentucky rural? no las podría haber
pronunciado, en el momento culminante del movimiento pacifista,
ante una audiencia formada por los elementos más activos
de dicho movimiento. Ahora, en cambio, en ninguna parte hay ningún
problema. La gente puede estar o no de acuerdo, pero al menos comprende
de qué estás hablando y hay una especie de terreno
común en el que es posible cuando menos entenderse.
A pesar de toda la propaganda y de todos los intentos
por controlar el pensamiento y fabricar el consenso, lo anterior
constituye un conjunto de signos de efecto civilizador. Se está
adquiriendo una capacidad y una buena disposición para pensar
las cosas con el máximo detenimiento. Ha crecido el escepticismo
acerca del poder.
Han cambiado muchas actitudes hacia un buen número
de cuestiones, lo que ha convertido todo este asunto en algo lento,
quizá incluso frío, pero perceptible e importante,
al margen de si acaba siendo o no lo bastante rápido como
para influir de manera significativa en los aconteceres del mundo.
Tomemos otro ejemplo: la brecha que se ha abierto en relación
con el género. A principios de la década de 1960 las
actitudes de hombres y mujeres eran aproximadamente las mismas en
asuntos como las virtudes castrenses, igual que lo eran las inhibiciones
enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Por entonces, nadie,
ni hombres ni mujeres, se resentía a causa de dichas posturas,
dado que las respuestas coincidían: todo el mundo pensaba
que la utilización de la violencia para reprimir a la gente
de por ahí estaba justificada. Pero con el tiempo las cosas
han cambiado. Aquellas inhibiciones han experimentado un crecimiento
lineal, aunque al mismo tiempo ha aparecido un desajuste que poco
a poco ha llegado a ser sensiblemente importante y que según
los sondeos ha alcanzado el 20%. ¿Qué ha pasado? Pues
que las mujeres han formado un tipo de movimiento popular semi organizado,
el movimiento feminista, que ha ejercido una influencia decisiva,
ya que, por un lado, ha hecho que muchas mujeres se dieran cuenta
de que no estaban solas, de que había otras con quienes compartir
las mismas ideas, y, por otro, en la organización se pueden
apuntalar los pensamientos propios y aprender más acerca
de las opiniones e ideas que cada uno tiene. Si bien estos movimientos
son en cierto modo informales, sin carácter militante, basados
más bien en una disposición del ánimo en favor
de las interacciones personales, sus efectos sociales han sido evidentes.
Y este es el peligro de la democracia: si se pueden crear organizaciones,
si la gente no permanece simplemente pegada al televisor, pueden
aparecer estas ideas extravagantes, como las inhibiciones enfermizas
respecto al uso de la fuerza militar. Hay que vencer estas tentaciones,
pero no ha sido todavía posible.
Desfile de enemigos
En vez de hablar de la guerra pasada, hablemos
de la guerra que viene, porque a veces es más útil
estar preparado para lo que puede venir que simplemente reaccionar
ante lo que ocurre. En la actualidad se está produciendo
en los Estados Unidos ?y no es el primer país en que esto
sucede? un proceso muy característico. En el ámbito
interno, hay problemas económicos y sociales crecientes que
pueden devenir en catástrofes, y no parece haber nadie, de
entre los que detentan el poder, que tenga intención alguna
de prestarles atención. Si se echa una ojeada a los programas
de las distintas administraciones durante los últimos diez
años no se observa ninguna propuesta seria sobre lo que hay
que hacer para resolver los importantes problemas relativos a la
salud, la educación, los que no tienen hogar, los parados,
el índice de criminalidad, la delincuencia creciente que
afecta a amplias capas de la población, las cárceles,
el deterioro de los barrios periféricos, es decir, la colección
completa de problemas conocidos. Todos conocemos la situación,
y sabemos que está empeorando. Solo en los dos años
que George Bush estuvo en el poder hubo tres millones más
de niños que cruzaron el umbral de la pobreza, la deuda externa
creció progresivamente, los estándares educativos
experimentaron un declive, los salarios reales retrocedieron al
nivel de finales de los años cincuenta para la gran mayoría
de la población, y nadie hizo absolutamente nada para remediarlo.
En estas circunstancias hay que desviar la atención del rebaño
desconcertado ya que si empezara a darse cuenta de lo que ocurre
podría no gustarle, porque es quien recibe directamente las
consecuencias de lo anterior. Acaso entretenerles simplemente con
la final de Copa o los culebrones no sea suficiente y haya que avivar
en él el miedo a los enemigos. En los años treinta
Hitler difundió entre los alemanes el miedo a los judíos
y a los gitanos: había que machacarles como forma de autodefensa.
Pero nosotros también tenemos nuestros métodos. A
lo largo de la última década, cada año o a
lo sumo cada dos, se fabrica algún monstruo de primera línea
del que hay que defenderse. Antes los que estaban más a mano
eran los rusos, de modo que había que estar siempre a punto
de protegerse de ellos. Pero, por desgracia, han perdido atractivo
como enemigo, y cada vez resulta más difícil utilizarles
como tal, de modo que hay que hacer que aparezcan otros de nueva
estampa. De hecho, la gente fue bastante injusta al criticar a George
Bush por haber sido incapaz de expresar con claridad hacia dónde
estábamos siendo impulsados, ya que hasta mediados de los
años ochenta, cuando andábamos despistados se nos
ponía constantemente el mismo disco: que vienen los rusos.
Pero al perderlos como encarnación del lobo feroz hubo que
fabricar otros, al igual que hizo el aparato de relaciones públicas
reaganiano en su momento. Y así, precisamente con Bush, se
empezó a utilizar a los terroristas internacionales, a los
narcotraficantes, a los locos caudillos árabes o a Saddam
Hussein, el nuevo Hitler que iba a conquistar el mundo. Han tenido
que hacerles aparecer a uno tras otro, asustando a la población,
aterrorizándola, de forma que ha acabado muerta de miedo
y apoyando cualquier iniciativa del poder. Así se han podido
alcanzar extraordinarias victorias sobre Granada, Panamá,
o algún otro ejército del Tercer Mundo al que se puede
pulverizar antes de siquiera tomarse la molestia de mirar cuántos
son. Esto da un gran alivio, ya que nos hemos salvado en el último
momento.
Tenemos así, pues, uno de los métodos
con el cual se puede evitar que el rebaño desconcertado preste
atención a lo que está sucediendo a su alrededor,
y permanezca distraído y controlado. Recordemos que la operación
terrorista internacional más importante llevada a cabo hasta
la fecha ha sido la operación Mongoose, a cargo de la administración
Kennedy, a partir de la cual este tipo de actividades prosiguieron
contra Cuba. Parece que no ha habido nada que se le pueda comparar
ni de lejos, a excepción quizás de la guerra contra
Nicaragua, si convenimos en denominar aquello también terrorismo.
El Tribunal de La Haya consideró que aquello era algo más
que una agresión.
Cuando se trata de construir un monstruo fantástico
siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de campañas
para aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz de
defenderse: sería demasiado peligroso. Pero si se tiene la
seguridad de que se le puede vencer, quizá se le consiga
despachar rápido y lanzar así otro suspiro de alivio.
Percepción selectiva
Esto ha venido sucediendo desde hace tiempo. En
mayo de 1986 se publicaron las memorias del preso cubano liberado
Armando Valladares, que causaron rápidamente sensación
en los medios de comunicación. Voy a brindarles algunas citas
textuales. Los medios informativos describieron sus revelaciones
como «el relato definitivo del inmenso sistema de prisión
y tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición
política». Era «una descripción evocadora
e inolvidable» de las «cárceles bestiales, la
tortura inhumana [y] el historial de violencia de estado [bajo]
todavía uno de los asesinos de masas de este siglo»,
del que nos enteramos, por fin, gracias a este libro, que «ha
creado un nuevo despotismo que ha institucionalizado la tortura
como mecanismo de control social» en el «infierno que
era la Cuba en la que [Valladares] vivió». Esto es
lo que apareció en el Washington Post y el New York Times
en sucesivas reseñas. Las atrocidades de Castro ?descrito
como un «matón dictador»? se revelaron en este
libro de manera tan concluyente que «solo los intelectuales
occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa
del tirano», según el primero de los diarios citados.
Recordemos que estamos hablando de lo que le ocurrió a un
hombre. Y supongamos que todo lo que se dice en el libro es verdad.
No le hagamos demasiadas preguntas al protagonista de la historia.
En una ceremonia celebrada en la Casa Blanca con motivo del Día
de los Derechos Humanos, Ronald Reagan destacó a Armando
Valladares e hizo mención especial de su coraje al soportar
el sadismo del sangriento dictador cubano. A continuación,
se le designó representante de los Estados Unidos en la Comisión
de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Allí tuvo la
oportunidad de prestar notables servicios en la defensa de los gobiernos
de El Salvador y Guatemala en el momento en que estaban recibiendo
acusaciones de cometer atrocidades a tan gran escala que cualquier
vejación que Valladares pudiera haber sufrido tenía
que considerarse forzosamente de mucha menor entidad. Así
es como están las cosas.
La historia que viene ahora también ocurría
en mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de la fabricación
del consenso. Por entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos
Humanos de El Salvador ?sus líderes habían sido asesinados?
fueron detenidos y torturados, incluyendo al director, Herbert Anaya.
Se les encarceló en una prisión llamada La Esperanza,
pero mientras estuvieron en ella continuaron su actividad de defensa
de los derechos humanos, y, dado que eran abogados, siguieron tomando
declaraciones juradas. Había en aquella cárcel 432
presos, de los cuales 430 declararon y relataron bajo juramento
las torturas que habían recibido: aparte de la picana y otras
atrocidades, se incluía el caso de un interrogatorio, y la
tortura consiguiente, dirigido por un oficial del ejército
de los Estados Unidos de uniforme, al cual se describía con
todo detalle. Ese informe ?160 páginas de declaraciones juradas
de los presos? constituye un testimonio extraordinariamente explícito
y exhaustivo, acaso único en lo referente a los pormenores
de lo que ocurre en una cámara de tortura. No sin dificultades
se consiguió sacarlo al exterior, junto con una cinta de
vídeo que mostraba a la gente mientras testificaba sobre
las torturas, y la Marin County Interfaith Task Force (Grupo de
trabajo multi confesional Marin County) se encargó de distribuirlo.
Pero la prensa nacional se negó a hacer su cobertura informativa
y las emisoras de televisión rechazaron la emisión
del vídeo. Creo que como mucho apareció un artículo
en el periódico local de Marin County, el San Francisco Examiner.
Nadie iba a tener interés en aquello. Porque estábamos
en la época en que no eran pocos los intelectuales insensatos
y ligeros de cascos que estaban cantando alabanzas a José
Napoleón Duarte y Ronald Reagan.
Anaya no fue objeto de ningún homenaje.
No hubo lugar para él en el Día de los Derechos Humanos.
No fue elegido para ningún cargo importante. En vez de ello
fue liberado en un intercambio de prisioneros y posteriormente asesinado,
al parecer por las fuerzas de seguridad siempre apoyadas militar
y económicamente por los Estados Unidos. Nunca se tuvo mucha
información sobre aquellos hechos: los medios de comunicación
no llegaron en ningún momento a preguntarse si la revelación
de las atrocidades que se denunciaban ?en vez de mantenerlas en
secreto y silenciarlas? podía haber salvado su vida.
Todo lo anterior nos enseña mucho acerca
del modo de funcionamiento de un sistema de fabricación de
consenso. En comparación con las revelaciones de Herbert
Anaya en El Salvador, las memorias de Valladares son como una pulga
al lado de un elefante. Pero no podemos ocuparnos de pequeñeces,
lo cual nos conduce hacia la próxima guerra. Creo que cada
vez tendremos más noticias sobre todo esto, hasta que tenga
lugar la operación siguiente.
Sólo algunas consideraciones sobre lo último
que se ha dicho, si bien al final volveremos sobre ello. Empecemos
recordando el estudio de la Universidad de Massachusetts ya mencionado,
ya que llega a conclusiones interesantes. En él se preguntaba
a la gente si creía que los Estados Unidos debía intervenir
por la fuerza para impedir la invasión ilegal de un país
soberano o para atajar los abusos cometidos contra los derechos
humanos. En una proporción de dos a uno la respuesta del
público americano era afirmativa. Había que utilizar
la fuerza militar para que se diera marcha atrás en cualquier
caso de invasión o para que se respetaran los derechos humanos.
Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie de la letra
el consejo que se deriva de la citada encuesta, habría que
bombardear El Salvador, Guatemala, Indonesia, Damasco, Tel Aviv,
Ciudad del Cabo, Washington, y una lista interminable de países,
ya que todos ellos representan casos manifiestos, bien de invasión
ilegal, bien de violación de derechos humanos. Si uno conoce
los hechos vinculados a estos ejemplos, comprenderá perfectamente
que la agresión y las atrocidades de Saddam Hussein ?que
tampoco son de carácter extremo? se incluyen claramente dentro
de este abanico de casos. ¿Por qué, entonces, nadie
llega a esta conclusión? La respuesta es que nadie sabe lo
suficiente. En un sistema de propaganda bien engrasado nadie sabrá
de qué hablo cuando hago una lista como la anterior. Pero
si alguien se molesta en examinarla con cuidado, verá que
los ejemplos son totalmente apropiados.
Tomemos uno que, de forma amenazadora, estuvo a
punto de ser percibido durante la guerra del Golfo. En febrero,
justo en la mitad de la campaña de bombardeos, el gobierno
del Líbano solicitó a Israel que observara la resolución
425 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de marzo de
1978, por la que se le exigía que se retirara inmediata e
incondicionalmente del Líbano. Después de aquella
fecha ha habido otras resoluciones posteriores redactadas en los
mismos términos, pero desde luego Israel no ha acatado ninguna
de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al mantenimiento
de la ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano
recibe las embestidas del terrorismo del estado judío, y
no solo brinda espacio para la ubicación de campos de tortura
y aniquilamiento sino que también se utiliza como base para
atacar a otras partes del país. Desde 1978, fecha de la resolución
citada, el Líbano fue invadido, la ciudad de Beirut sufrió
continuos bombardeos, unas 20.000 personas murieron ?en torno al
80% eran civiles?, se destruyeron hospitales, y la población
tuvo que soportar todo el daño imaginable, incluyendo el
robo y el saqueo. Excelente... los Estados Unidos lo apoyaban. Es
solo un ejemplo. La cuestión está en que no vimos
ni oímos nada en los medios de información acerca
de todo ello, ni siquiera una discusión sobre si Israel y
los Estados Unidos deberían cumplir la resolución
425 del Consejo de Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores,
del mismo modo que nadie solicitó el bombardeo de Tel Aviv,
a pesar de los principios defendidos por dos tercios de la población.
Porque, después de todo, aquello es una ocupación
ilegal de un territorio en el que se violan los derechos humanos.
Solo es un ejemplo, pero los hay incluso peores. Cuando el ejército
de Indonesia invadió Timor Oriental dejó un rastro
de 200.000 cadáveres, cifra que no parece tener importancia
al lado de otros ejemplos. El caso es que aquella invasión
también recibió el apoyo claro y explícito
de los Estados Unidos, que todavía prestan al gobierno indonesio
ayuda diplomática y militar. Y podríamos seguir indefinidamente.
La guerra del Golfo
Veamos otro ejemplo mas reciente. Vamos viendo
cómo funciona un sistema de propaganda bien engrasado. Puede
que la gente crea que el uso de la fuerza contra Irak se debe a
que América observa realmente el principio de que hay que
hacer frente a las invasiones de países extranjeros o a las
transgresiones de los derechos humanos por la vía militar,
y que no vea, por el contrario, qué pasaría si estos
principios fueran también aplicables a la conducta política
de los Estados Unidos. Estamos antes un éxito espectacular
de la propaganda.
Tomemos otro caso. Si se analiza detenidamente
la cobertura periodística de la guerra desde el mes de agosto
(1990), se ve, sorprendentemente, que faltan algunas opiniones de
cierta relevancia. Por ejemplo, existe una oposición democrática
iraquí de cierto prestigio, que, por supuesto, permanece
en el exilio dada la quimera de sobrevivir en Irak. En su mayor
parte están en Europa y son banqueros, ingenieros, arquitectos,
gente así, es decir, con cierta elocuencia, opiniones propias
y capacidad y disposición para expresarlas. Pues bien, cuando
Saddam Hussein era todavía el amigo favorito de Bush y un
socio comercial privilegiado, aquellos miembros de la oposición
acudieron a Washington, según las fuentes iraquíes
en el exilio, a solicitar algún tipo de apoyo a sus demandas
de constitución de un parlamento democrático en Irak.
Y claro, se les rechazó de plano, ya que los Estados Unidos
no estaban en absoluto interesados en lo mismo. En los archivos
no consta que hubiera ninguna reacción ante aquello.
A partir de agosto fue un poco más difícil
ignorar la existencia de dicha oposición, ya que cuando de
repente se inició el enfrentamiento con Saddam Hussein después
de haber sido su más firme apoyo durante años, se
adquirió también conciencia de que existía
un grupo de demócratas iraquíes que seguramente tenían
algo que decir sobre el asunto. Por lo pronto, los opositores se
sentirían muy felices si pudieran ver al dictador derrocado
y encarcelado, ya que había matado a sus hermanos, torturado
a sus hermanas y les había mandado a ellos mismos al exilio.
Habían estado luchando contra aquella tiranía que
Ronald Reagan y George Bush habían estado protegiendo. ¿Por
qué no se tenía en cuenta, pues, su opinión?
Echemos un vistazo a los medios de información de ámbito
nacional y tratemos de encontrar algo acerca de la oposición
democrática iraquí desde agosto de 1990 hasta marzo
de 1991: ni una línea. Y no es a causa de que dichos resistentes
en el exilio no tengan facilidad de palabra, ya que hacen repetidamente
declaraciones, propuestas, llamamientos y solicitudes, y, si se
les observa, se hace difícil distinguirles de los componentes
del movimiento pacifista americano. Están contra Saddam Hussein
y contra la intervención bélica en Irak. No quieren
ver cómo su país acaba siendo destruido, desean y
son perfectamente conscientes de que es posible una solución
pacífica del conflicto. Pero parece que esto no es políticamente
correcto, por lo que se les ignora por completo. Así que
no oímos ni una palabra acerca de la oposición democrática
iraquí, y si alguien está interesado en saber algo
de ellos puede comprar la prensa alemana o la británica.
Tampoco es que allí se les haga mucho caso, pero los medios
de comunicación están menos controlados que los americanos,
de modo que, cuando menos, no se les silencia por completo.
Lo descrito en los párrafos anteriores ha
constituido un logro espectacular de la propaganda. En primer lugar,
se ha conseguido excluir totalmente las voces de los demócratas
iraquíes del escenario político, y, segundo, nadie
se ha dado cuenta, lo cual es todavía más interesante.
Hace falta que la población esté profundamente adoctrinada
para que no haya reparado en que no se está dando cancha
a las opiniones de la oposición iraquí, aunque, caso
de haber observado el hecho, si se hubiera formulado la pregunta
¿por qué?, la respuesta habría sido evidente:
porque los demócratas iraquíes piensan por sí
mismos; están de acuerdo con los presupuestos del movimiento
pacifista internacional, y ello les coloca en fuera de juego.
Veamos ahora las razones que justificaban la guerra.
Los agresores no podían ser recompensados por su acción,
sino que había que detener la agresión mediante el
recurso inmediato a la violencia: esto lo explicaba todo. En esencia,
no se expuso ningún otro motivo. Pero, ¿es posible
que sea esta una explicación admisible? ¿Defienden
en verdad los Estados Unidos estos principios: que los agresores
no pueden obtener ningún premio por su agresión y
que esta debe ser abortada mediante el uso de la violencia? No quiero
poner a prueba la inteligencia de quien me lea al repasar los hechos,
pero el caso es que un adolescente que simplemente supiera leer
y escribir podría rebatir estos argumentos en dos minutos.
Pero nunca nadie lo hizo. Fijémonos en los medios de comunicación,
en los comentaristas y críticos liberales, en aquellos que
declaraban ante el Congreso, y veamos si había alguien que
pusiera en entredicho la suposición de que los Estados Unidos
era fiel de verdad a esos principios. ¿Se han opuesto los
Estados Unidos a su propia agresión a Panamá, y se
ha insistido, por ello, en bombardear Washington? Cuando se declaró
ilegal la invasión de Namibia por parte de Sudáfrica,
¿impusieron los Estados Unidos sanciones y embargos de alimentos
y medicinas? ¿Declararon la guerra? ¿Bombardearon
Ciudad del Cabo? No, transcurrió un período de veinte
años de diplomacia discreta. Y la verdad es que no fue muy
divertido lo que ocurrió durante estos años, dominados
por las administraciones de Reagan y Bush, en los que aproximadamente
un millón y medio de personas fueron muertas a manos de Sudáfrica
en los países limítrofes. Pero olvidemos lo que ocurrió
en Sudáfrica y Namibia: aquello fue algo que no lastimó
nuestros espíritus sensibles. Proseguimos con nuestra diplomacia
discreta para acabar concediendo una generosa recompensa a los agresores.
Se les concedió el puerto más importante de Namibia
y numerosas ventajas que tenían que ver con su propia seguridad
nacional. ¿Dónde está aquel famoso principio
que defendemos? De nuevo, es un juego de niños el demostrar
que aquellas no podían ser de ningún modo las razones
para ir a la guerra, precisamente porque nosotros mismos no somos
fieles a estos principios.
Pero nadie lo hizo; esto es lo importante. Del
mismo modo que nadie se molestó en señalar la conclusión
que se seguía de todo ello: que no había razón
alguna para la guerra. Ninguna, al menos, que un adolescente no
analfabeto no pudiera refutar en dos minutos. Y de nuevo estamos
ante el sello característico de una cultura totalitaria.
Algo sobre lo que deberíamos reflexionar ya que es alarmante
que nuestro país sea tan dictatorial que nos pueda llevar
a una guerra sin dar ninguna razón de ello y sin que nadie
se entere de los llamamientos del Líbano. Es realmente chocante.
Justo antes de que empezara el bombardeo, a mediados
de enero, un sondeo llevado a cabo por el Washington Post y la cadena
ABC revelaba un dato interesante. La pregunta formulada era: si
Irak aceptara retirarse de Kuwait a cambio de que el Consejo de
Seguridad estudiara la resolución del conflicto árabe-israelí,
¿estaría de acuerdo? Y el resultado nos decía
que, en una proporción de dos a uno, la población
estaba a favor. Lo mismo sucedía en el mundo entero, incluyendo
a la oposición iraquí, de forma que en el informe
final se reflejaba el dato de que dos tercios de los americanos
daban un sí como respuesta a la pregunta referida. Cabe presumir
que cada uno de estos individuos pensaba que era el único
en el mundo en pensar así, ya que desde luego en la prensa
nadie había dicho en ningún momento que aquello pudiera
ser una buena idea. Las órdenes de Washington habían
sido muy claras, es decir, hemos de estar en contra de cualquier
conexión, es decir, de cualquier relación diplomática,
por lo que todo el mundo debía marcar el paso y oponerse
a las soluciones pacíficas que pudieran evitar la guerra.
Si intentamos encontrar en la prensa comentarios o reportajes al
respecto, solo descubriremos una columna de Alex Cockburn en Los
Angeles Times, en la que este se mostraba favorable a la respuesta
mayoritaria de la encuesta.
Seguramente, los que contestaron la pregunta pensaban
estoy solo, pero esto es lo que pienso. De todos modos, supongamos
que hubieran sabido que no estaban solos, que había otros,
como la oposición democrática iraquí, que pensaban
igual. Y supongamos también que sabían que la pregunta
no era una mera hipótesis, sino que, de hecho, Irak había
hecho precisamente la oferta señalada, y que esta había
sido dada a conocer por el alto mando del ejército americano
justo ocho días antes: el día 2 de enero. Se había
difundido la oferta iraquí de retirada total de Kuwait a
cambio de que el Consejo de Seguridad discutiera y resolviera el
conflicto árabe-israelí y el de las armas de destrucción
masiva. (Recordemos que los Estados Unidos habían estado
rechazando esta negociación desde mucho antes de la invasión
de Kuwait) Supongamos, asimismo, que la gente sabía que la
propuesta estaba realmente encima de la mesa, que recibía
un apoyo generalizado, y que, de hecho, era algo que cualquier persona
racional haría si quisiera la paz, al igual que hacemos en
otros casos, más esporádicos, en que precisamos de
verdad repeler la agresión. Si suponemos que se sabía
todo esto, cada uno puede hacer sus propias conjeturas. Personalmente
doy por sentado que los dos tercios mencionados se habrían
convertido, casi con toda probabilidad, en el 98% de la población.
Y aquí tenemos otro éxito de la propaganda. Es casi
seguro que no había ni una sola persona, de las que contestaron
la pregunta, que supiera algo de lo referido en este párrafo
porque seguramente pensaba que estaba sola. Por ello, fue posible
seguir adelante con la política belicista sin ninguna oposición.
Hubo mucha discusión, protagonizada por el director de la
CIA, entre otros, acerca de si las sanciones serían eficaces
o no. Sin embargo no se discutía la cuestión más
simple: ¿habían funcionado las sanciones hasta aquel
momento? Y la respuesta era que sí, que por lo visto habían
dado resultados, seguramente hacia finales de agosto, y con más
probabilidad hacia finales de diciembre. Es muy difícil pensar
en otras razones que justifiquen las propuestas iraquíes
de retirada, autentificadas o, en algunos casos, difundidas por
el Estado Mayor estadounidense, que las consideraba serias y negociables.
Así la pregunta que hay que hacer es: ¿Habían
sido eficaces las sanciones? ¿Suponían una salida
a la crisis? ¿Se vislumbraba una solución aceptable
para la población en general, la oposición democrática
iraquí y el mundo en su conjunto? Estos temas no se analizaron
ya que para un sistema de propaganda eficaz era decisivo que no
aparecieran como elementos de discusión, lo cual permitió
al presidente del Comité Nacional Republicano decir que si
hubiera habido un demócrata en el poder, Kuwait todavía
no habría sido liberado. Puede decir esto y ningún
demócrata se levantará y dirá que si hubiera
sido presidente habría liberado Kuwait seis meses antes.
Hubo entonces oportunidades que se podían haber aprovechado
para hacer que la liberación se produjera sin que fuera necesaria
la muerte de decenas de miles de personas ni ninguna catástrofe
ecológica. Ningún demócrata dirá esto
porque no hubo ningún demócrata que adoptara esta
postura, si acaso con la excepción de Henry González
y Barbara Boxer, es decir, algo tan marginal que se puede considerar
prácticamente inexistente.
Cuando los misiles Scud cayeron sobre Israel no
hubo ningún editorial de prensa que mostrara su satisfacción
por ello. Y otra vez estamos ante un hecho interesante que nos indica
cómo funciona un buen sistema de propaganda, ya que podríamos
preguntar ¿y por qué no? Después de todo, los
argumentos de Saddam Hussein eran tan válidos como los de
George Bush: ¿cuáles eran, al fin y al cabo? Tomemos
el ejemplo del Líbano. Saddam Hussein dice que rechaza que
Israel se anexione el sur del país, de la misma forma que
reprueba la ocupación israelí de los Altos del Golán
sirios y de Jerusalén Este, tal como ha declarado repetidamente
por unanimidad el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero
para el dirigente iraquí son inadmisibles la anexión
y la agresión. Israel ha ocupado el sur del Líbano
desde 1978 en clara violación de las resoluciones del Consejo
de Seguridad, que se niega a aceptar, y desde entonces hasta el
día de hoy ha invadido todo el país y todavía
lo bombardea a voluntad. Es inaceptable. Es posible que Saddam Hussein
haya leído los informes de Amnistía Internacional
sobre las atrocidades cometidas por el ejército israelí
en la Cisjordania ocupada y en la franja de Gaza. Por ello, su corazón
sufre. No puede soportarlo. Por otro lado, las sanciones no pueden
mostrar su eficacia porque los Estados Unidos vetan su aplicación,
y las negociaciones siguen bloqueadas. ¿Qué queda,
aparte de la fuerza? Ha estado esperando durante años: trece
en el caso del Líbano; veinte en el de los territorios ocupados.
Este argumento nos suena. La única diferencia
entre este y el que hemos oído en alguna otra ocasión
está en que Saddam Hussein podía decir, sin temor
a equivocarse, que las sanciones y las negociaciones no se pueden
poner en práctica porque los Estados Unidos lo impiden. George
Bush no podía decir lo mismo, dado que, en su caso, las sanciones
parece que sí funcionaron, por lo que cabía pensar
que las negociaciones también darían resultado: en
vez de ello, el presidente americano las rechazó de plano,
diciendo de manera explícita que en ningún momento
iba a haber negociación alguna. ¿Alguien vio que en
la prensa hubiera comentarios que señalaran la importancia
de todo esto? No, ¿por qué?, es una trivialidad. Es
algo que, de nuevo, un adolescente que sepa las cuatro reglas puede
resolver en un minuto. Pero nadie, ni comentaristas ni editorialistas,
llamaron la atención sobre ello. Nuevamente se pone de relieve,
los signos de una cultura totalitaria bien llevada, y demuestra
que la fabricación del consenso sí funciona.
Solo otro comentario sobre esto último.
Podríamos poner muchos ejemplos a medida que fuéramos
hablando. Admitamos, de momento, que efectivamente Saddam Hussein
es un monstruo que quiere conquistar el mundo ?creencia ampliamente
generalizada en los Estados Unidos?. No es de extrañar, ya
que la gente experimentó cómo una y otra vez le martilleaban
el cerebro con lo mismo: está a punto de quedarse con todo;
ahora es el momento de pararle los pies. Pero, ¿cómo
pudo Saddam Hussein llegar a ser tan poderoso? Irak es un país
del Tercer Mundo, pequeño, sin infraestructura industrial.
Libró durante ocho años una guerra terrible contra
Irán, país que en la fase posrevolucionaria había
visto diezmado su cuerpo de oficiales y la mayor parte de su fuerza
militar. Irak, por su lado, había recibido una pequeña
ayuda en esa guerra, al ser apoyado por la Unión Soviética,
los Estados Unidos, Europa, los países árabes más
importantes y las monarquías petroleras del Golfo. Y, aun
así, no pudo derrotar a Irán. Pero, de repente, es
un país preparado para conquistar el mundo. ¿Hubo
alguien que destacara este hecho? La clave del asunto está
en que era un país del Tercer Mundo y su ejército
estaba formado por campesinos, y en que ?como ahora se reconoce?
hubo una enorme desinformación acerca de las fortificaciones,
de las armas químicas, etc.; ¿hubo alguien que hiciera
mención de todo aquello? No, no hubo nadie. Típico.
Fíjense que todo ocurrió exactamente
un año después de que se hiciera lo mismo con Manuel
Noriega. Este, si vamos a eso, era un gángster de tres al
cuarto, comparado con los amigos de Bush, sean Saddam Hussein o
los dirigentes chinos, o con Bush mismo. Un desalmado de baja estofa
que no alcanzaba los estándares internacionales que a otros
colegas les daban una aureola de atracción. Aun así,
se le convirtió en una bestia de exageradas proporciones
que en su calidad de líder de los narcotraficantes nos iba
a destruir a todos. Había que actuar con rapidez y aplastarle,
matando a un par de cientos, quizás a un par de miles, de
personas. Devolver el poder a la minúscula oligarquía
blanca ?en torno al 8% de la población? y hacer que el ejército
estadounidense controlara todos los niveles del sistema político.
Y había que hacer todo esto porque, después de todo,
o nos protegíamos a nosotros mismos, o el monstruo nos iba
a devorar. Pues bien, un año después se hizo lo mismo
con Saddam Hussein. ¿Alguien dijo algo? ¿Alguien escribió
algo respecto a lo que pasaba y por qué? Habrá que
buscar y mirar con mucha atención para encontrar alguna palabra
al respecto.
Démonos cuenta de que todo esto no es tan
distinto de lo que hacía la Comisión Creel cuando
convirtió a una población pacífica en una masa
histérica y delirante que quería matar a todos los
alemanes para protegerse a sí misma de aquellos bárbaros
que descuartizaban a los niños belgas. Quizás en la
actualidad las técnicas son más sofisticadas, por
la televisión y las grandes inversiones económicas,
pero en el fondo viene a ser lo mismo de siempre.
Creo que la cuestión central, volviendo
a mi comentario original, no es simplemente la manipulación
informativa, sino algo de dimensiones mucho mayores. Se trata de
si queremos vivir en una sociedad libre o bajo lo que viene a ser
una forma de totalitarismo auto impuesto, en el que el rebaño
desconcertado se encuentra, además, marginado, dirigido,
amedrentado, sometido a la repetición inconsciente de eslóganes
patrióticos, e imbuido de un temor reverencial hacia el líder
que le salva de la destrucción, mientras que las masas que
han alcanzado un nivel cultural superior marchan a toque de corneta
repitiendo aquellos mismos eslóganes que, dentro del propio
país, acaban degradados. Parece que la única alternativa
esté en servir a un estado mercenario ejecutor, con la esperanza
añadida que otros vayan a pagarnos el favor de que les estemos
destrozando el mundo. Estas son las opciones a las que hay que hacer
frente. Y la respuesta a estas cuestiones está en gran medida
en manos de gente como ustedes y yo.
Los
textos vertidos en este espacio se reproducen de manera textual, son
únicamente de referencia y no necesariamente reflejan la opinión
de los editores, ni de la institución a la que pertenece esta
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